jueves, 29 de abril de 2021

The world in a wafer: una teología política de la comunidad

El Estado moderno es el fruto de un ejercicio de imaginación. Este es el punto de partida de la peculiar y arriesgada postura de William T. Cavanaugh: el Estado, tal como lo conocemos, es el resultado de una narrativa que lo presenta como el salvador de la violencia generada por las guerras de religión. Pero para Cavanaugh esto no es sino un caso de transferencia de lo religioso a lo político, una parodia secular de salvación social y una parodia de comunión social, una sacralización de lo político. “La religión del Estado reemplazó a la religión de la Iglesia”[1]. Una consecuencia de esto fue -y siegue siendo- la desaparición de la Iglesia y la pérdida de su discurso específicamente cristiano en el ámbito público.

            Frente a esto, el teólogo Cavanaugh denuncia que “los cristianos han adoptado, con un alarmante acuerdo, el mito de la salvación del estado como propio, y se someten a las prácticas de vinculación con el estado”[2]. Y propone un nuevo ejercicio de imaginación, capaz de superar al de la modernidad, un ejercicio de imaginación política – teo-política, diría él- que esté enraizado en la narrativa cristiana y supere las dicotomías propias de la modernidad. Lo más característico de este intento va a ser lo que elige como clave: la Eucaristía. De ahí que hable, incluso, de su propuesta como de “anarquismo eucarístico”, “no en el sentido de que proponga el caos, sino en el de que cambia el orden falso del estado”[3].

           
Su propuesta va a intentar recuperar para la Iglesia un papel en la vida política. Su desaparición, reducida a ser un interlocutor más en el contexto de la sociedad civil, o el motor privado que genere determinadas actitudes entre los miembros cristianos del Estado, contrasta con la visión densamente social que transmite la Historia de la Salvación. Ese es el dato teológico al que se aferra Cavanaugh: la Iglesia es un todo que abraza al mundo entero, no una mera asociación particular. En el marco amplio de la historia –
“que es el teatro de los propósitos salvadores de Dios y de las empresas sociales de la humanidad”[4]- la Iglesia tiene el deber de contribuir al bien común siendo precisamente ella, la “portadora de las políticas de Dios (“the bearer of God´s polithics[5]), trascendiendo –por su condición de católica– los límites del estado-nación. Reducirla a una asociación privada hace que, en consecuencia, carezca de los medios de resistirse a la pretensión creciente del religare del Estado. Una reducción, en definitiva, de su capacidad de resistencia. Frente a los vínculos de disciplina del moderno Leviatán, Cavanaugh piensa que la Iglesia es capaz de generar disciplinas comunitarias capaces de transformar la vida social. Para Cavanaugh, en síntesis, es necesario que la Iglesia se replantee su papel en el espacio público, dejando de pensar que se mueve entre una doble alternativa, la reclusión privada (como si fuera una secta particular, frente a la supuesta catolicidad del Estado) o la participación en un debate público controlado por el Estado. Para él, la Iglesia “transgrede tanto los límites que separan lo público de lo privado como las fronteras de los estados-nación, creando así espacios para un tipo diferente de práctica política, una que no puede ser presionada para que se ponga al servicio de las guerras o de los rumores de guerra”[6].

            La propuesta de Cavanaugh es una narrativa intensamente eucarística. El Estado moderno ha devenido, casi insensiblemente, en una globalización que, disfrazada de aldea global -otra parodia- no sabe ofrecer más que un falso relato de globalidad, donde espacio y tiempo concretos desaparecen, vaciados de contenido. Pero la Iglesia, realmente católica, es capaz de ofrecer respuesta ala aspiración de una humanidad dividida a unirse como un todo”[7]. ¿Cómo resolver el problema concreto de la relación entre lo universal y lo particular? Su respuesta pasa por la Eucaristía, capaz de generar una narrativa de proporciones globales. Ella reúne en el tiempo y espacio concreto de cada asamblea local a toda la Iglesia, dispersa por un espacio y un tiempo globales. La Eucaristía, una especie de “centro descentrado”, concentra la totalidad: toda la Iglesia está presente, porque el Cuerpo de Cristo completo -cuerpo de Cristo, cuerpo eclesial- está presente: “el mundo en una oblea[8].

            Cavanaugh tiene una pretensión muy elevada: reescribir una narrativa de proporciones globales que haga repensar las pretensiones políticas de Estado e Iglesia, fundando esta comprensión en la Eucaristía como representación -en el sentido más fuerte de la palabra: volver a hacer realmente presente- fundacional. De este giro netamente decididamente eucarístico de su planteamiento resulta una teología política propositiva en sentido dorsiano, como el intento de extraer, del dogma cristiano, consecuencias de alcance político. Como poco, resulta sugerente el intento de replantear los esquemas básicos del pensamiento político moderno. Ese es el deseo del teólogo norteamericano: “mi meta como teólogo cristiano es ayudar a la Iglesia a ser más fiel a Dios y a Jesucristo. En el momento presente, pienso que la fidelidad significa tener una mirada dura sobre estructuras políticas y económicas que muchos cristianos dan por sentadas”[9].

Ion Perea
Universidad de Navarra



[1] Cavanaugh, W. T., El mito de la violencia religiosa. Ideología secular y raíces del conflicto moderno, Editorial Nuevo Inicio, Granada 2010, p. 335. La cita es de J. N. Figgins.
[2] Cavanaugh, W. T., “The city. Beyond secular parodies”, en Milbank, J., Pickstock, C. y Ward, G. (eds.), Radical Ortodoxy. A new theology, pp. 182-200, p. 197.
[3] Ibid. p. 194.
[4] Cavanaugh, W. T., Migrations of the holy. God, State, and the political meaning of the Church, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids, Michigan, 2011, p. 137. La cita que usa Cavanaugh es de Oliver O´Donovan.
[5] Cavanaugh, W. T., “Church”, en The Blackwel Companion to Political Theology, Scott, P. y Cavanaugh, W. T., (eds.), Blackwell Publishing Ltd, 2004, pp. 393-406, p. 405.
[6] Cavanaugh, W. T., “La mitología de la modernidad: un diagnóstico teológico”, en Bernabé, C. (ed.), La modernidad cuestionada. La corriente «Ortodoxia radical» y su propuesta de una nueva «teología política», Cuadernos de Teología Deusto, Bilbao 2010, pp. 13-30, p. 97.
[7] Cavanaugh, W. T., Ser consumidos. Economía y deseo en clave cristiana, Ed. Nuevo Inicio, Granada 2011, p. 107.
[8] Cavanaugh, W. T., Imaginación teo-política, Ed. Nuevo Inicio, Granada 2007, p. 119.
[9] Goñi, C., “La modernidad como parodia: el pensamiento político de William T. Cavanaugh”, en Herrero, M.-Cruz Prados, A.-Lázaro, R. y Martínez Carrasco, A. (eds.), Escribir en las almas. Estudios en honor de Rafael Alvira, Eunsa, Pamplona 2014, pp. 411-429, p. 428.

viernes, 5 de febrero de 2021

Poder y dominio: reflexión teológica a la luz de los escritos paulinos

José de Ribera, San Pablo, c.1630, Museo de Arte de Ponce (Puerto Rico, EEUU)
Las reflexiones paulinas sobre el dominio o gobierno, tanto de Dios como del hombre, se realizan sobre el trasfondo de su fe en Cristo. Pablo habla de la prioridad del designio eterno de Dios Creador, revelado en Cristo y, en concreto, de cómo los hombres, en cuyas manos Dios ha puesto el gobierno de lo creado, solo pueden ejercer verdadero dominio, que es servicio, en la medida en que, abriéndose a los demás y saliendo de ellos mismos, su sentir sea el de Cristo y renuncien al orgullo y la codicia, marcas de la presencia del pecado en sus vidas. Así, los que se dejen iluminar por la ley inscrita en sus corazones, obrando con prudencia, y se dejen guiar por el Espíritu de Cristo, podrán crecer hasta la edad adulta, a la medida de la plenitud de Cristo, y contribuir, al mismo tiempo, a que se edifique la humanidad como familia de Dios, la Iglesia, y, en fin, a que toda la creación pueda realizar la vocación a la que ha sido llamada.

El desarrollo teológico que se encuentra en los escritos paulinos parte del encuentro de Pablo con Cristo Resucitado: se trata de un encuentro con la Vida misma, con aquel que ha vencido definitivamente a la muerte. Un encuentro con el poder de Dios. Este encuentro supone una transformación tanto del pensar como del obrar de Pablo, pero una transformación que es iluminación, profundización, unidad, sentido. La fe se sitúa así en el corazón del edificio teológico de Pablo; es más, en el corazón de la misma existencia del hombre. Esa fe, don de Dios, no es mero punto de llegada de una reflexión o fruto de una confluencia de causas, sino un don. Gracias a esa fe, Pablo se abre a un modo nuevo de comprender la realidad de las cosas: Dios y su designio creador (himno de Efesios 1,3-14); la vocación del hombre y su llamada a dominar todo lo creado; la capacidad que el hombre tiene de conocer la naturaleza de las cosas y, por tanto, de contribuir a su perfeccionamiento “construyendo un orden” dentro del Orden divino, esto es, dentro de la razón creadora.

La fe de Pablo es fe en Cristo. Por tanto, Cristo es la clave hermenéutica definitiva. En Cristo se encuentra la primacía en el orden de la creación y en el orden de la reconciliación-pacificación (himno de Colosenses 1,15-20). Por eso, todo debe ser recapitulado en él, que es factor de unidad y fuente de vitalidad. Para que todo lo creado pueda hacer realidad su vocación es necesario que Cristo reine y que luego él entregue todo al Padre, para que Dios sea todo en todos. En Cristo vemos quién es el hombre: llamado a ser hijo y a ser familia de Dios (Iglesia). En Cristo vemos lo que significa dominar o gobernar como servicio, concretamente con su entrega en la cruz (himno de Filipenses 2,5-11). En Cristo vemos que hay una fuerza de destrucción que ha entrado en el corazón humano, a través del pecado, que debe ser destruida: porque es una fuerza que encierra en uno mismo y desune. Quien se deja dominar por el pecado, se convierte en poder para la destrucción, al servicio de esa fuerza de destrucción.

Para gobernar es necesario tener la mente de Cristo, revestirse de él. Toda autoridad viene de Dios y se ejercita como servicio, como misión: tener la mente de Cristo es concebir la propia vida como servicio. Esto es algo que todos los hombres tienen grabado en su corazón, y que todos pueden percibir en sus líneas generales, aunque uno no haya conocido a Cristo. Pero el pecado obstaculiza el verdadero conocimiento de Dios, de su diseño creador y de la propia identidad del hombre, de manera que en manos de esa fuerza de destrucción uno ni siquiera tiene poder sobre el poder que cree tener. Cristo libera de esta esclavitud y además de darnos a conocer el misterio de Dios, instruye y potencia, a través de su Espíritu, las facultades humanas y nos da dones especiales (carismas) para que podamos edificar la familia humana, poniendo al servicio de los demás lo que somos y tenemos.

Juan Luis Caballero
Universidad de Navarra