El desarrollo teológico que se encuentra en los escritos paulinos parte del encuentro de Pablo con Cristo Resucitado: se trata de un encuentro con la Vida misma, con aquel que ha vencido definitivamente a la muerte. Un encuentro con el poder de Dios. Este encuentro supone una transformación tanto del pensar como del obrar de Pablo, pero una transformación que es iluminación, profundización, unidad, sentido. La fe se sitúa así en el corazón del edificio teológico de Pablo; es más, en el corazón de la misma existencia del hombre. Esa fe, don de Dios, no es mero punto de llegada de una reflexión o fruto de una confluencia de causas, sino un don. Gracias a esa fe, Pablo se abre a un modo nuevo de comprender la realidad de las cosas: Dios y su designio creador (himno de Efesios 1,3-14); la vocación del hombre y su llamada a dominar todo lo creado; la capacidad que el hombre tiene de conocer la naturaleza de las cosas y, por tanto, de contribuir a su perfeccionamiento “construyendo un orden” dentro del Orden divino, esto es, dentro de la razón creadora.
La fe de Pablo es fe en Cristo. Por tanto, Cristo es la clave hermenéutica definitiva. En Cristo se encuentra la primacía en el orden de la creación y en el orden de la reconciliación-pacificación (himno de Colosenses 1,15-20). Por eso, todo debe ser recapitulado en él, que es factor de unidad y fuente de vitalidad. Para que todo lo creado pueda hacer realidad su vocación es necesario que Cristo reine y que luego él entregue todo al Padre, para que Dios sea todo en todos. En Cristo vemos quién es el hombre: llamado a ser hijo y a ser familia de Dios (Iglesia). En Cristo vemos lo que significa dominar o gobernar como servicio, concretamente con su entrega en la cruz (himno de Filipenses 2,5-11). En Cristo vemos que hay una fuerza de destrucción que ha entrado en el corazón humano, a través del pecado, que debe ser destruida: porque es una fuerza que encierra en uno mismo y desune. Quien se deja dominar por el pecado, se convierte en poder para la destrucción, al servicio de esa fuerza de destrucción.
Para gobernar es necesario tener la mente de Cristo, revestirse de él. Toda autoridad viene de Dios y se ejercita como servicio, como misión: tener la mente de Cristo es concebir la propia vida como servicio. Esto es algo que todos los hombres tienen grabado en su corazón, y que todos pueden percibir en sus líneas generales, aunque uno no haya conocido a Cristo. Pero el pecado obstaculiza el verdadero conocimiento de Dios, de su diseño creador y de la propia identidad del hombre, de manera que en manos de esa fuerza de destrucción uno ni siquiera tiene poder sobre el poder que cree tener. Cristo libera de esta esclavitud y además de darnos a conocer el misterio de Dios, instruye y potencia, a través de su Espíritu, las facultades humanas y nos da dones especiales (carismas) para que podamos edificar la familia humana, poniendo al servicio de los demás lo que somos y tenemos.